Tener la oportunidad de ver los Reyes Magos con los ojos de un niño es una experiencia inenarrable.
Cuando a Jesuth, mi hijo de seis años, se le pidió que escribiera a los Reyes Magos para que supieran lo que le gustaría que le trajeran,  contesto que no era necesario porque el pasado año  no lo hizo y ellos, los Reyes  como magos al fin,  le habían traído el regalo que él deseaba. 
Mantener el secreto de quienes son los que regalan es cuestionado por algunos. Argumentan que no es correcto engañar a los niños, que se le debe hablar la verdad, que se le debe enseñar desde pequeños. Me gustaría que los que defienden esas teorías pudieran vivir los momentos hermosos de ver un chiquillo irse a la cama temprano para permitir que los Reyes Magos puedan hacer la tarea de entregar los regalos y la alegría que muestran al despertarse afanosos con la intención de comprobar si se portaron bien el año recién  transcurrido  y merecieron ser premiados, gratificados  por los Reyes Magos o,  por contrario, si su mal comportamiento  impidió que los camellos hicieran la parada para que los famosos Magos depositaran los presentes. 
“Qué triste si pasamos por la vida sin verla nunca con los ojos de un niño”, decía Anthony de Mello, y continuaba, “Necesitamos descarta al hombre viejo, la naturaleza vieja, el ego condicionado, y regresar al estado del niño, pero sin ser un niño. Cuando comenzamos en la vida, miramos la realidad con asombro, pero no es el asombro inteligente de los místicos; es el asombro informe del niño. El asombro muere y lo reemplaza el aburrimiento, a medida que desarrollamos el lenguaje y las palabras y los conceptos. Entonces podremos tener la esperanza, si somos afortunados, de regresar al asombro”
Mantener  hasta que podamos  estas creencias es extender la felicidad sin contaminación  de nuestros hijos

 
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