
Como los dominicanos estamos acostumbrados a cherchar con cualquier cosa, sin importar la importancia o la solemnidad de las mismas, desde hace tiempo hemos sido testigos de una carrera loca por las nominaciones a diputados y regidores en todos los partidos, que terminará desprestigiando la democracia dominicana.
Los partidos y sus dirigencias tienen el deber de cuidar la buena imagen del congreso, de los ayuntamientos y del país, tienen el compromiso de imponer los criterios morales y civiles que las leyes y las reglamentaciones están impedidas porque vivimos en un régimen en el que es un derecho inalienable elegir y ser elegidos, para adecentar el congreso nacional y los cabildos antes de que el pueblo, harto de tantas iniquidades, tome por sus propias manos la higienización del parlamento nacional y de los ayuntamientos.
Si tuviésemos que predecir cuales podrían ser las razones que pudiesen llevar a la sociedad dominicana a perder la fe en los partidos políticos, como ha ocurrido en otras naciones del hemisferio, no cabe ninguna duda de que una de ellas sería el ejercicio parlamentario y municipal, el acceso de personas moralmente cuestionadas y educativamente incompetentes que está carcomiendo esos símbolos de la democracia y deshonrando el buen nombre de la nación.
El populismo, la popularidad fabricada, el clientelismo, las debilidades sociales, las necesidades económicas insatisfechas, y otras razones propias de sociedades envueltas en un relevo generacional prematuro por la desaparición física de todo el liderazgo que copó la últimas cinco décadas de vida democrática, nos hacen susceptibles a todas estas aberraciones que nos han llevado a perder la identidad moral y ciudadana que debe primar en una sociedad que quiere salir de tercermundista.
La clase política tiene la obligación de detener esta degradación institucional, poner los parámetros dentro de los partidos que impidan que personas que no han recorridos los caminos que conducen desde la alfabetización hasta las aulas universitarias, que desconocen el sacrificio que necesita cualquier ciudadano común para ser un representante social sensible con su sector, que carecen del sentimiento suficiente para anteponer la comunidad ante apetencias personales, que no puede defender la familia como base de la sociedad porque en sus andares mundanos, el irrespeto a los preceptos que marcan la familia es lo los que les ha permitido llegar al mundo de incongruencias y vulgaridad en el cual pululan, para que por una vez por todas, podamos asistir orgullosos a escuchar nuestro parlamentarios y munícipes sin la necesidad de un traductor de absurdos, sin soportar faltas ortográficas verbales ni comportamientos indecorosos.

 
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